La Solana tiene nombre de campo abierto. Nombre para pronunciarlo de día, con el sol alto y la mirada entornada. Para sembrarlo, en largo abrazo, por todos los surcos desnudos. Nombre, para colgarlo en cada espadaña, o para prenderlo, en cualquier perdido jirón de nube.
La Solana se asoma a los cuatro vientos, ¿o a los doce?. A través de sus fuentes, pardas de sol y polvo, se vierte un mar salobre, lejano. Por sus calles, empinadas torpemente, se quiere alzar el alma, dura y bella, de Castilla.
Siempre nos parece acudir, a una extraña cita, al penetrar en esta plaza. La inmensa mole de la Iglesia, le quita toda perspectiva, que no sea ese eterno cuadrado de cielo. Todas las vidas, se han mirado en su azul y, hasta parece que nuestra vieja muerte, amiga, alquiló un sitio, dónde esperar, bajo el pórtico.
Si sigues la Avenida de los Mártires y es día de mercado, podrás conocer a los habitantes de este pueblo. Entre las macetas y baratijas, en medio de los puestos de verduras, o las telas de color desvaído, se pasean los rostros, varias veces centenarios, pero con una luz nueva, que se asoma al devenir.
El hombre de La Solana lleva, a sus espaldas, toda una Mancha crucificada, mientras se asoma, cada día, al valle, con el eterno espejismo de una Andalucía, aún lejana.
El hombre de La Solana fabricaba hoces, de dormido relámpago, como queriendo afirmar bien el pie, antes de dar el salto al futuro.
El hombre de La Solana, guarda en cada arruga, una vivencia, en cada sueño, una esperanza.
Antonio Olmedo Manzanares.
De mi libro: Servilletas de papel.