En esta desapacible mañana de Marzo, el Deán de la Santa Iglesia Catedral de Canaria, D. Joseph Benito de Loreto de Carriazo, envuelto en su negra capa, orlada de moradas vueltas, soslayando un mal viento, que baja por el Guiniguada y que, a punto ha estado, de arrebatarle el negro capirote con sus forros de terciopelo rojo, aborda ya la Plaza de Santa Ana, accediendo, por una puerta lateral, a la Catedral.
Solo se despojará de la capa cuando llegue a su despacho, ubicado al lado de la amplia sacristía. Tan solo le invade un fugaz recuerdo, mientras se sienta en la cómoda butaca, para uno de sus ancestros, Juan de Carriazo que, en 1610, fuera nombrado Obispo de Canaria, por el Papa Paulo V, y que moriría en Guadix, sin arribar nunca a la isla. Y sigue rememorando que ya, en 1587, señala Miguel del Cervantes, en su obra La Ilustre Fregona, como caballero principal de la ciudad de Burgos, a D. Diego de Carriazo.
– ¿Llegaré yo, por ventura, algún día, a ser Obispo? –se pregunta.
– Me invade un frío húmedo en este oscuro despacho, mientras escribo con letra bastarda, de bella caligrafía: “Concedo licencia y facultad, en este día del Señor, 6 de marzo de 1713, para que los vecinos de Tefía, fabriquen, con sus propios medios, una ermita”. Así, el Deán y el Cabildo Catedralicio, dan un permiso de construcción y la ponen, a todos los efectos y para el cobro de los diezmos, en la jurisdicción de la Parroquia de Santa Ana, en Casillas del Angel.
Amanece, este 24 de Diciembre de 1714, con una luz que nace tras los montes de levante, y que luego resbala, vivísima y limpia, en el aire liviano, sobre la cúpula encalada que cubre el presbiterio, rematada por el chapitel, con su pequeña cruz de madera y la cubierta de teja, a dos aguas, de la nave. Es la primera Nochebuena de la humilde ermita de San Agustín. A sus pies, un terreno lívido, se va vistiendo con una vegetación escasa, que se extiende, a lo lejos, hacia la llanura ocre y roja.
Trajo la carreta la pequeña campana, pero sin su lengua de bronce, y el tiempo apremiaba; ya no llegaría, a tiempo de la misa, el badajo, así que optaron por colocar provisionalmente, en la espadaña, sujeta con unos tirante al yugo, la campana.
Hay un ir y venir de los vecinos, procurando que no falte nada, repasándolo todo: el aceite de los cuatro grandes candiles que colgarán iluminando los cuatro ángulos del pequeño templo. Rellenar los vasos, con agua y aceite, de las bujías. Colocar los tres candelabros con sus velas nuevas, en el altar. Antes, olvidando por hoy los campos, tuvieron que ordeñar las cabras y preparar la extraordinaria cena.
Y, mientras parte el día, llega presurosa la noche.
Acudían los vecinos a la ermita, ellas con las blusas de manga larga, el justillo, el jubón y la chaqueta y un mantoncillo para abrigarse. Se ven algunas medias de lana, otras de lino, algunas incluso de seda bordadas.
Ellos sobre su camisa de lienzo el chaleco liso o listado…
Y ¡te lo juro!, Angel era más hermoso que el Niño Jesús, con esos ojos negros, tan vivos y los cabellos ensortijados arropando una carita de querubín. Su madre, la joven María, lo llevaba con la sonrisa fresca bailándole en sus labios y José, su padre, alegre y ufano, marchaba detrás. El niño, de trece meses, hace tiempo que caminaba y no se estaba quieto nunca, era listo como el hambre, pero aún no había pronunciado palabra, a pesar de que lo entendía todo.
La misa transcurría con normalidad hasta que, el sacerdote, de espaldas al pueblo, eleva las dos manos blancas a lo alto, entonando el Gloria excelsis Deo y, de inmediato, se oye, nítido y potente, el tañido de una campana, rompiendo las sombras, desvelando las aves dormidas, agitando el ganado y alegrando los humildes corazones de los lugareños. Y, el niño Angel…, que se suelta de su madre, mientras corre ligero por el pasillo al exterior:
– ¡Mamá, la campana!.
– ¡Mamá, la campana!.
Muchos, esa feliz noche, se preguntaron qué milagro fue mayor, si el alborotado sonar de una campana sin badajo, o el alumbramiento del lenguaje en un niño, casi un bebé, Angel.
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El autor, con sus cuatro apellidos, responde por Antonio Olmedo Manzanares Carriazo Amores. Tefía es un pueblito de apenas 50 casas, escondido en las entrañas de Fuerteventura. Todo es verídico, en sus fechas y personajes, pero es cuento que la campana no tuviera badajo, la única que conozco centenaria y muda, se encuentra jubilada en la Ermita de Toto. Angel, corresponde a mi primer nieto, y María es su madre. El cuento se incluye en el libro Fuerteventura, luz y silencios, del autor.
¡Feliz Navidad! (En el mes de Mayo).