Del perro que no sabía ladrar.
Ayer, al alba, junto a los demás sonidos, me había parecido escuchar el asomo de un ladrido. Se lo comenté, más tarde, a Brahim Salá:
– ¿Existe la posibilidad, de que haya oído, el ladrido de un perro?
Me respondió afirmativamente. Se trataba de una perra que no sabía ladrar. Se acostumbró, de pequeña, a salir siempre, en compañía de un burro y, cuando éste se estremecía en temblorosos rebuznos, la perra intentaba, envidiosa, acompañarle.
Hafudi, me dijo después, que se llamaba Linda.
Hafudi, apenas cuenta, cuatro años. Hijo de Detya, tiene la cara redonda y una risa siempre abierta, sembrada con los blancos piñones de sus dientes.
A Hafudi siempre lo vi descalzo, parecía no sentir el fuego del suelo.
Me lo izaron, en la despedida, al camión y lo bañé con mis lágrimas, en el último abrazo.
– ¿Qué hace Hafudi?
Hafudi, se está comiendo las breves hojas del árbol espinoso. Lo pruebo, yo mismo, y están buenas.
– ¿Dónde está Hafudi?
Hafudi, con pedradas certeras, agrupa hasta quince camellos, que lo miran, despreciativos, desde su jorobada altura.
Hafudi, en la jaima, mira durante horas, con sus ojos, inmensamente abiertos, a los mayores, hablando un idioma que, por desgracia, aún no conozco.
Hafudi, quiere participar en todos los bailes, se agarra a todas las melfas de las mujeres y rueda, amada pelota de carne, por el blando piso de la jaima.
Hafudi, siempre será, la herida abierta, que el destierro del pueblo saharaui, dejó en mi corazón.
En cuanto a Brahim Salá, para que no fuera perfecto, Alá le proporcionó dos toscas muletas, que le suplen la inutilidad de las piernas.
Antonio Olmedo Manzanares.
De mi libro Servilletas de papel.